Mario Marquina / «Las macuto» | Larabanga (Ghana)

 

Hoy es 22 de diciembre. Las clases terminaron esta semana y nos vamos de vacaciones. Ya suena la música cuando nos subimos al vehículo. Pronto, el disco del sol aparece por el horizonte y el viento nos agita el cabello. El modo de transporte más habitual en Ghana es el trotro; una furgoneta grande o un pequeño autobús en el que los pasajeros se apretujan para caber todos. En el transcurso de doce días pararemos en diecisiete localidades, cogeremos catorce trotros, trece taxis, tres tuk-tuks y una barca de madera. En total, más de mil quinientos kilómetros de territorio ghanés.

Hacia el este, después de Tamale, las carreteras desaparecen. El trotro se bambolea de arriba abajo, de izquierda a derecha, entre profundos baches y nubes de polvo. Dejamos atrás la ciudad y se suceden los rostros del calor. Vemos pueblos minúsculos entre hierbas agotadas, casas redondas de barro y techos de paja, pañuelos que tapan el rostro o lo limpian compulsivamente, tiendas que enseñan las estanterías vacías como si fueran costillas. Los automóviles que pasan por la carretera, frente a los grupos de personas, que permanecen estáticas como un espejismo, son la única prueba de que el tiempo no se ha detenido y el mundo no es un gran reloj de arena. Vemos niños pedaleando en bicicleta y nuestras miradas preguntan «¿A dónde vas?». No hemos visto colegios ni clínicas ni mercados ni cauces de agua en kilómetros. A mediodía, llegamos a Salaga. Antigua ciudad de siervos y señores, en el siglo XVIII fue enclave para la venta y compra de esclavos. Hoy el dominio pertenece al sol y al polvo. Se dice que aún hay ancianos en Salaga que nacieron en esclavitud, pero el código reservado a ese tema es el silencio, así que toda memoria al respecto es un único cartel que cuelga de un árbol. Bajamos del trotro y buscamos un taxi. De vuelta en la estación de Salaga, tras un viaje fallido a Makango para coger un barco que nos bajase por el río Volta, sacudo mi pelo, que está completamente lleno de polvo, y oigo una sonora carcajada al otro lado de la calle. Uno de los taxistas me señala sonriente y levantando los hombros grita: «This is Africa!».

Hay muchos tipos distintos de trotro. Está el autobús privado para turistas, con aire acondicionado, amplio y caro; el trotro recién llegado de la República Popular China, con letras en los cristales y puerta automática; en el sur, trotros con tapicería y buen sistema de música; los trotros habituales, viejos, con olor a sudor, trozos de chapa vista por dentro y por fuera, apañados una y mil veces, tan abarrotados que el maletero cierra gracias a una cuerda, confiables, innumerables, siempre en movimiento; los trotros-óxido, comidos por el tiempo, sin cristales, sin cojín en el asiento, con (incluso) algún agujero en el suelo… Uno de estos nos saca de Salaga. Vamos incómodos, vamos llenos de sudor y de polvo, vamos riendo y cantando… Los trotros no tienen horario: uno se monta y, sencillamente, salen cuando están llenos. El precio se discute antes de subir. A veces el equipaje cabe en el maletero, otras hay que llevarlo sobre las rodillas. A veces el equipaje son animales vivos o bolsas y bolsas de mercancías. Viajar en trotro es acercarse a la gente, escuchar sus idiomas y cómo les cambia el timbre de voz cuando saltan de uno a otro, notar su prisa por llegar, ver las cabezas rendirse ante el sueño o vibrar al ritmo de las canciones. Los europeos, por lo general, suelen preferir el aire acondicionado.

Las primeras luces del día golpean en un agua verde plateado. Huele a gasolina, a salitre y a pescado. Hoy cruzamos el río Volta. En cuestión de diez minutos, una larguísima barca de madera nos lleva de una orilla a otra. Hace unos años, cruzaríamos de Northern Region a Volta Region. Hoy, en cambio, atravesamos el lago entre viajeros y trabajadores, desde la recién creada Savannah Region a la aún más nueva Oti Region. Northern Region era la mayor y más despoblada región de Ghana, antes de escindirse y dejarle ese puesto a Savannah, cuya capital, Damongo, queda a diez minutos de Larabanga. La emancipación fue iniciada por el Consejo Tradicional Gonja y la nueva distribución refleja perfectamente la frontera entre los Gonja y los Mole-Dagbani. El 27 de diciembre de 2018, en el referéndum, un 99,7% de la población exclamó un rotundo y sonoro sí.

En la estación de Dambai los conductores se pelean en varios idiomas por ver quién nos lleva hasta Hohoe. Uno de ellos le ha dicho al resto que no queremos compartir trotro con los negros, a lo que respondemos que es mentira, y todos le increpan. Las carreteras siguen siendo raquíticas vértebras de tierra roja, pero el flujo de gente no se detiene. A todas horas, en todas partes del país, hay gente moviéndose. Seguimos el rumor de esa corriente hacia el sur. Lentamente, el paisaje cambia y los seres humanos con él. Ganamos altitud, todo se vuelve verde, montañoso, húmedo, frondoso. Los tejidos tradicionales se llenan de formas geométricas. Entramos en territorio Ewe.

Hace muchos años, durante la descolonización, el pueblo Ewe presentó ante la ONU una tentativa de autodeterminación, que fue rechazada «por el bien y el mantenimiento de la paz». Cuando los europeos terminaron de trazar las fronteras, la región quedó adherida a la Togolandia anglófona, la Costa de Oro, la actual Ghana. Las relaciones comerciales, culturales y familiares con Togo son más antiguas que la frontera. Entre septiembre y octubre de 2019, un minúsculo grupo político-militar, llamado Western Togoland Restoration Front, causó altercados y la muerte de ocho personas durante su breve conato de independencia. En el corazón de las montañas, entre las nubes bajas, como si cayese directamente del cielo, se eleva la mayor cascada de África Occidental: Wli, en cuya agua, fría y oxigenada, nos bañamos tras una empinada caminata.

Hoy es Nochebuena. Nuestro viejo amigo Safo nos acoge en Denygba, su proyecto de eco-escuela y eco-aldea en mitad de la selva. Hablamos de culturas, de emancipación, de afrocentrismo. Los dos chicos que viven con él dicen haber escapado de la ciudad, del bullicio y, sobre todo, del sinsentido del mundo contemporáneo. John dejó la escuela porque sólo había normas y ningún aprendizaje. Un día en las montañas empezó a cantar y descubrió su voz. Ahora carga agua desde el río, corta madera, cocina, construye, poda, planta y lo hace cantando. Por la noche, encienden una gran hoguera de bambús y todos jugamos y cantamos alrededor. Por un momento, el mundo son las últimas chispas, la cálida oscuridad que nos envuelve, las estrellas tras las hojas de los árboles, una guitarra que araña suave el corazón y voces que se resisten al sueño.

Llegamos girando entre los árboles y la vemos, extendiéndose en amplios tejados entre las montañas y bajo la niebla: Ho, imponente y amenazadora. Los edificios grandes, las calles derruidas, los comerciantes de manos ocupadas. El trotro nos deja en la estación, lejos de los barrios altos sobre las colinas. El día es oscuro y caluroso. Un cartel gigante muestra a una gruesa y ostentosa mujer sosteniendo un bote de salsa de tomate: «Compra este tomate un 150% más caro que los de la competencia y serás la mejor madre». Al otro lado de la calle, otro cartel igual de gigante muestra a un joven con gafas y chaqueta de traje, sonriendo por algún motivo: «Préstamos rápidos y sin preguntas. ¿Qué puede salir mal?». Debajo, una niña arrastra un carrito con los pies descalzos entre los escombros y nos preguntamos: «¿Dónde está la África de los anuncios?». Pillamos algo de comer, delicioso fried rice con pollo y salsas picantes (no las hay de otra clase), y salimos.

A medida que descendemos, la vida en los pueblos parece más dócil. Hay asfalto, verduras en los huertos, frutas en las ramas de los árboles. Tiendas atestadas de productos, colegios, ropa con apariencia nueva, instituciones, grandes casas. Las habituales mezquitas del norte han dejado paso a iglesias y más iglesias, algunas blancas y sobrias, otras de muchos colores y nombres llamativos, que prometen milagros locales. Ghana tiene el mayor número de cristianos de África Occidental, así que la Navidad es importante y genera fiestas que rivalizan con las ceremonias de elección de nombre, el matrimonio y los funerales. Somos tan ingenuos que, tras dos meses en una región de inmensa mayoría musulmana, nos llama la atención ver mujeres con vestidos por encima de las rodillas y el pelo suelto. Entre los Akan, el mayor grupo étnico de Ghana, la vinculación a la tribu es matrilineal, porque se considera a las mujeres las transmisoras de la continuidad sanguínea. En los próximos días que pasemos en el sur, veremos mujeres mucho más libres que sus hermanas del norte.

En Atsiame brilla el sol, hay palmeras y arena blanca, casas con su propio patio, misas musicales. Nos reciben calurosamente. Ewe, Akan, Ga-Adngbe, Mole-Dagbani, Guan, Gonja… no importa la región ni la etnia, los valores ghaneses son comunitarios y la hospitalidad forma parte fundamental de ellos. Allá a dónde vamos, la conducta individual de un ghanés está estrechamente vinculada a los círculos que le rodean. El comportamiento de cada uno tiene impacto en la familia, en los grupos a los que pertenezca, en su comunidad. Se participa solidariamente de las pérdidas de honor tanto como de los logros. La posición social es responsabilidad de varios y eso fomenta la búsqueda de armonía. «Ghana es una nación amante de la paz» dicen sus dirigentes. La frase, que tantas sonrisas de relajación saca en las reuniones internacionales y que permite a los inversores mantener abiertas las puertas del dinero, tiene razón. Hace tiempo me contaron la historia de una neoyorkina que murió desangrada en una plaza porque todos los vecinos que la vieron desde la ventana pensaron al unísono «Alguien ya habrá llamado a la policía». Aquí, en Ghana, he visto a transeúntes y vecinos detener lo que sea que estuvieran haciendo para ayudarnos a resolver un conflicto que a ninguno les incumbía. Existe la firme convicción de que la concordia es cuestión de todos. Costa de Marfil, Burkina Faso, Togo, las vecinas Benín y Nigeria… son muchos los conflictos que rodean las fronteras ghanesas, sin traspasarlas. El primer país africano en alcanzar la independencia ha tenido mucho tiempo para observar al resto del continente. A diferencia de lo ocurrido en otras democracias consolidadas como Kenia o Nigeria, y pese a la amenaza siempre presente de finales sangrientos, la etnia nunca ha desestabilizado ni corrompido los procesos democráticos. Persiste, por encima de toda diferencia, un sentimiento nacional.

Es por la noche, llegamos a Accra. Mis elucubraciones sobre la unidad de este país duran dos calles. Nuestros ojos se agrandan: «¿Estamos en el mismo sitio?» Centros comerciales, rascacielos, luces de navidad alejándose por las avenidas hasta donde alcanza la vista… Accra merece su propio capítulo.

Al día siguiente, después de visitar el mercado de arte y artesanía, cogemos un trotro hacia la costa. Me doy cuenta de lo formal que suena el inglés con el que se dirigen a nosotros. Hay otro inglés, más oscuro, de palabras recortadas y sonidos mezclados, que sólo oímos cuando hablan entre ellos. Fuera de nuestro entendimiento, alzan la voz y el Twi, el Fanti, el Ga, todos a la vez, se elevan como grandes ramas de los árboles de los que salen pájaros con plumas de muchos colores. Más lejos todavía, allí donde sólo podemos intuir lo que está siendo comunicado, hay un lenguaje no verbal, una especie de conciencia corporal que todos comparten. En el trotro, un gesto basta para indicar el momento del pago. Una mirada a través del retrovisor le indica al conductor el deseo de parar. Al small boy que lleva medio cuerpo fuera de la ventanilla y recoge a la gente, le bastan un par de movimientos para indicar la ruta y los asientos libres. Alguien hace algo que nosotros no percibimos y la onda expansiva de los cuerpos se nota en todo el vehículo.

A medio camino entre Accra y Cape Coast, entre las colinas y la playa, cómodamente tumbada al sol de media tarde, se extiende Kokrobite. La playa vibra entre adolescentes, rastas y pescadores. Hay mucha gente: bañándose con ropa, en bikini, personas paseando, música en los chiringuitos, otros haciendo volteretas, otros doblando las redes y unos niños haciendo surf con una madera que ha traído la marea. Nos relajamos, nos damos un baño y salimos al pueblo a cenar. Pero el ambiente es distinto al que estamos acostumbrados: nos alejamos de los restaurantes para turistas, nos acercamos a los puestos de comida callejera y se nos lanza una mirada inquisitiva, como diciendo: «¿Qué hacéis vosotros aquí?». A la mañana siguiente, la policía saca a todo el mundo del agua. Les preguntamos que por qué y responden, todos ellos sin mascarilla, que es por el Covid. Mientras se alejan, los dos más jóvenes de la patrulla sueltan un par de capones, les quitan el balón a unos niños y se ponen a jugar ellos. Ya sabemos que la mayoría son matones que disfrutan abusando del poder con impunidad. A lo largo de todo el camino, casi en cada control policial, el conductor del trotro o del taxi en el que íbamos ha extendido un fajo de billetes bajo la ventanilla para que le dejaran pasar. La corrupción forma parte del sistema, todo el mundo lo sabe. Cuando se alejan, los adolescentes nos sonríen y nos dicen que volvamos tranquilamente al agua.

Diciembre casi toca a su fin y nosotros continuamos hacia el oeste. Seguimos descubriendo un país distinto. Institutos internacionales, grandes resorts, polígonos industriales… también la cercanía a Accra y el influjo del turismo disparan los precios. Son muchos los ghaneses que se han acercado a beber de la fuente del turismo, pero es una fuente voluble; a veces se seca sin avisar y raramente vierte sus aguas para el desarrollo auténtico de la zona. El trotro que nos lleva hasta Cape Coast tiene el interior tapizado y una pequeña televisión con videoclips. A estas alturas de viaje hemos escuchado cientos de horas de música ghanesa. Nuestro cantante favorito es Kuami Eugene. En 2018 ganó el premio Most Promising Artist in Africa entregado por AFRIMA y en 2020 fue coronado como Artist of the Year y Highlife Artist of the Year en los Premios de la Música de Ghana. El highlife es un género musical originario de Ghana de la década de 1960. Se extendió con rapidez a Sierra Leona, Nigeria y otros países anglófonos de África Occidental, con sus trompetas de jazz y las múltiples guitarras. Más tarde apareció el afrobeat, una combinación de música yoruba, jazz, highlife y funk, popularizado en toda África durante los 70. Finalmente apareció el Hiplife, el que nos encanta, otro estilo de música que fusiona la cultura ghanesa con el hip hop, grabado predominantemente en lenguas Akan, y con éxito internacional. El videoclip de Kuami Eugene, Turn Up, combina el estilo más contemporáneo del hip hop con bailes e iconografía tradicional de Ghana. Cuando empieza a sonar, una mujer de unos cincuenta años se mueve tímidamente en su asiento y se echa a cantar.

Cape Coast es el sitio más turístico en el que hemos estado. Todo el mundo intenta inflarnos los precios. La capital de Central Region tiene resorts, pensiones, oficinas estatales de los años setenta, muchas comisarías, rastas, restaurantes y puestos callejeros, ruinas, borrachos, bancos y mil barquitas de pescadores. En el hotel donde nos alojamos, descubrimos la fiebre del voluntariado. Alemanes, austriacos, holandeses, como nosotros, entre los 18 y los 25 años, han venido aquí a celebrar la Nochevieja. El gobierno de sus países les financia con ochocientos euros al mes por venir a hacer un voluntariado, así que muchos viven en hoteles como estos y tiene sus proyectos en la costa o cerca de Accra. Todos hablamos en inglés, bebemos y hablamos entre risas de la cultura ghanesa, mientras en nuestras carteras descansa un pasaporte europeo que nos asegura poder salir de aquí cuando queramos, volver sin preocupaciones a la universidad, ir al hospital a hacernos un chequeo, irnos de vacaciones con nuestros amigos. Por la tarde, extranjeros y locales alojados en el hotel nos instan a apuntarnos a un juego. Creado por los campesinos, consiste en tirar sacos de semillas a la tabla del contrario; si se queda sobre ella, es un punto, si entra por el agujero, anotas tres. Apuntarse cuesta cincuenta cedis por pareja y el ganador se lo lleva todo. En Larabanga, con 50 cedis puedes tomar desayuno, comida y cena en la calle durante 5 días. Charlamos con un agradabilísimo chaval austriaco durante la cena. Tiene 19 años, acaba de terminar el instituto y se ha tomado un año sabático antes de empezar la universidad. A la vuelta, quiere empezar una start-up de camisetas y probablemente se inspire en motivos africanos.

Pienso en cómo debe ser vivir en un entorno socioeconómico que empuja a un chico a pensar que verdaderamente está preparado y puede montar una empresa de camisetas a los 19 años, en lugar del 38% de paro juvenil al que estoy acostumbrado. Entonces mi mente se dobla como un acordeón[1], el mundo se contrae y cruje, y por un brevísimo instante, cambio de piel. La verticalidad del norte y el sur parte la realidad en dos. ¿Con cuántas cosas podría soñar, qué de cosas creería que puedo hacer en un entorno socioeconómico distinto? La letra del legendario marfileño, Tiken Jah Fakoly, resuena en mi cabeza: «Something is holding me back, is it because I’m black?»

Hoy es 1 de enero. Amanece a las cinco y media de la mañana. Me sumerjo en el agua cálida del Golfo de Guinea; a lo lejos, decenas de barquitas con velas geométricas que nunca había visto antes, se desplazan sobre los primeros rayos de sol. A unos cientos de metros de la playa de suave arena blanca, está el castillo de Cape Coast, el último lugar que miles de africanos vieron antes de partir como esclavos hacia América. Esa misma noche, en las calles mal iluminadas de la ciudad, escuchamos un rumor creciente. Nos sentamos a verlo llegar. Una marea de gente se mueve de forma extraña. Avanzan, retroceden y bailan, dan palmadas y una banda de trompetas marca el ritmo, estiran el sonido, lo revuelven como arena bajo las olas. En el medio, un grupo de jóvenes viste un traje de vuelos y pliegues que alterna blanco y colores, bailan como por espasmos y todos llevan máscaras terribles. Es la mascarada de año nuevo. En Winneba se celebra un gran festival, al que acude el presidente. El origen, aunque incierto, parece remontarse a los primeros encuentros comerciales con los europeos, a los que también se acudía con máscaras. Los esclavos lo llevaron consigo y también se celebra en Jamaica y en el sur de Estados Unidos. La corriente se aleja por las calles y lo escuchamos desde lejos. En el ritmo se conjugan el pasado y el presente. En la oscuridad de sus bocas abiertas y amenazadoras, una vez al año, las máscaras se apropian del tiempo.

Volvemos a casa pasando por Kumasi, el corazón de los Ashanti. No tiene nada que envidiarle al tráfico de Accra. Nos alojamos en un barrio tranquilo del centro, entre viejos edificios residenciales y modernas oficinas. Salimos a cenar y el taxi pasa por delante de lujosas urbanizaciones, con calles privadas y chalets gigantescos. En la calle que elegimos, hay ambiente de fiesta.  Los niños entran y salen de la heladería, los adultos hacen cola para entrar a un recinto con restaurantes y música en directo. Son jóvenes y van bien vestidos. Bajan de coches de alta gama en grupos de amigos, en pareja, en familia. Gana el que mejor combine el estilo occidental con un toque afro. No hay ni rastro de telas tradicionales: supongo que recuerdan demasiado al pueblo, a la Ghana que no sabe hablar inglés, al olor a hoguera con la que se calienta el agua y se prepara la comida. No puedes hacer pizzas ni gofres ni todas las cosas que son cool en una hoguera. En Kumasi vemos un país que crece económicamente y cada día es más desigual.

A la mañana siguiente, de camino a la estación de autobuses, pasamos frente a hoteles, aceras atestadas de trotros, comercios en la calle, edificios bajos y en mal estado, un gigantesco mercado de varias plantas y un zoo. En la Ghana urbana los valores son muy distintos a los de las zonas rurales: el estatus depende del nivel educativo, de la membresía en grupos profesionales de prestigio, de la riqueza o la capacidad de influencia política. En algún momento, alguien, en algún Comité Súper Serio y Súper Importante[2], decidió que pagar el cincuenta por ciento del sueldo por una habitación con mala ventilación, en un barrio bullicioso, sucio y poco higiénico, coger un transporte diario, trabajar como obrero o empleado en una tienda y volver a casa con el tiempo y el dinero justos para volver al trabajo al día siguiente, era lo deseable. Era Desarrollo. Miles de personas se dirigen a Accra y Kumasi en busca del tesoro que esconden en su centro sólo para descubrir lo amplios y amplios que son los márgenes.

Cogemos el último transporte que nos llevará por fin a Larabanga. Hoy es 3 de enero. En el trayecto, un país se revuelve entero en mi cabeza y me marea. Nana Akufo-Addo, los gofres de Kumasi, el castillo de Cape Coast, los parques naturales, la moda de Accra, los Ewe francófonos, la corrupción, la aridez de Savannah, las telas de colores, el amor por la paz, los jóvenes voluntarios, el Mole, el olor de las hogueras, el urbanismo descontrolado, el polvo de Salaga, la playa, el pescado del Volta, las figuritas de madera, los bailes de los adolescentes, las instituciones Súper Importantes, las mujeres, las mezquitas, el videoclip de Turn Up agrupándolo todo, el arroz picante, los gritos de ¡breni! las telenovelas nigerianas, los símbolos Akan, las nubes, los pinchazos en la rueda, la vegetación, los idiomas, todos los pueblos, todas las carreteras de tierra. Podríamos seguir, ir a cualquier rincón. Pero el único sitio al que queremos llegar es a Larabanga. Una comunidad única en un país inabarcable. Bajamos las mochilas, saludamos a nuestros amigos. Estamos en casa.

Mario Marquina es coordinador de Comunicación de la ONGd ADEPU

[1] Plagio en profundo agradecimiento y memoria de Binyavanga Wainaina, cuyo libro, Algún día escribiré sobre África (Ediciones Sexto Piso, 2013), tanto me ha ayudado a entender este continente.

[2] De nuevo, Binyavanga.