Mario Marquina | Larabanga (Ghana)

Pensamos en África y pensamos en pobreza, hambre, conflictos y problemas de salud. Aunque en los últimos años la mirada se esté abriendo a la realidad rica, diversa, contradictoria y dinámica de este continente, el enunciado anterior ha sido el guion de medios de comunicación y demás discursos culturales que se han vertido sobre nuestras cabezas durante décadas. Los datos y las cifras que alarman en Europa no sacuden tanto cuando provienen de África. Como dice Susan Sontag en Ante el dolor de los demás, «Cuanto más remoto o exótico el lugar, tanto más estamos expuestos a ver frontal y plenamente a los muertos y moribundos. Así, el África poscolonial está presente en la conciencia pública general del mundo rico sobre todo como una sucesión de inolvidables fotografías de víctimas de ojos grandes.».

            Para salir de esas fotografías que inundan nuestro imaginario, merece la pena acercarse a las clínicas locales y observar de primera mano qué es lo que ocurre cuando alguien enferma en Larabanga.

            El acceso a una sanidad de calidad es un aspecto fundamental de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Más allá del derecho a ser atendido y cuidado, observamos que, sin una sanidad que atienda a toda la población de manera efectiva e igualitaria, resulta muy complicado obtener logros en otros aspectos, porque la salud es un factor muy limitante del desarrollo. Lo cierto es que el sistema sanitario de Ghana destaca sobre los países del entorno. Tanto es así que, en septiembre de 2014, Naciones Unidas la eligió como base de operaciones para el brote de ébola que afectaba a Guinea, Nigeria y Liberia. Lamentablemente, como no podía ser de otra manera, sigue siendo el sistema propio de un país en vías de desarrollo, con todas sus limitaciones. En 2017, había casi un médico por cada 10.000 habitantes y casi una cama de hospital por cada 100.000 (en las ciudades). Si tuviera que indicar las principales debilidades de la sanidad ghanesa, diría que son la prevención y la desigualdad en el acceso y la calidad recibida.

            Un día, me dirijo a la clínica de Larabanga. Es un edificio pequeño, alzado del suelo, con un tejado de chapa verde. Dentro hay una sala de espera abierta al exterior, un par de dependencias de administración y un patio interior con acceso a agua, alrededor del cual se ordenan las consultas y un par de habitaciones. He quedado con Hadia, la farmacóloga. Estuve aquí la semana pasada y me confundió con un turista. Le hizo gracia que quisiera entrevistarla y quedamos para esta semana. Cuando llego a primera hora de la mañana del día indicado, no está muy contenta de que me haya acordado. Es una mujer clara y resuelta pero algo reservada. Nos sentamos en los bancos de la sala de espera, justo enfrente del mostrador donde dos compañeras jóvenes de recepción parecen estar pasándolo mucho mejor que ella. Sin embargo, cuando empieza la entrevista, el rostro de Hadia se suaviza y responde lo mejor que puede, tomándose un tiempo para pensar las respuestas. Se le nota en el vestido, en la forma de masticar los cacahuetes y en la terminología que usa, que Hadia ha ido a la universidad en Kumasi. Su trabajo consiste en repartir la dosis exacta de las medicinas que ha recetado el doctor y explicar su uso y su frecuencia, tarea que el primer colegiado no hace. Lleva un recuento de lo entregado y suple a la farmacia de lo necesario. Si la medicina es demasiado específica, me explica, es probable que no la cubra la National Health Insurance, y el paciente tenga que ir a comprarla a Damongo o incluso a Tamale.

            Desde el año 2003 existe el National Health Insurance, el seguro sanitario nacional. Antes de esa fecha, todos los gastos médicos debían pagarse en efectivo y por adelantado. Si te iban a ingresar, debías presentar garantía de poder pagar a la salida, por lo que mucha gente se endeudaba con rapidez. Pero, a diferencia de la seguridad social a la que estamos acostumbrados, la contratación anual de este seguro no cubre todos los gastos. Lo que hace, más bien, es abaratar el coste. Por ejemplo, si la consulta en el West Gonja Catholic Hospital, el hospital público de Damongo, cuesta 70 cedis para un extranjero, a un residente con el seguro nacional le sale a 35 cedis. Uno debe coger su National Insurance Card y dirigirse a la clínica con ella. El problema es que, en función del tipo de consulta que sea, las pruebas que haya que hacer y las medicinas prescritas, el precio a pagar puede variar enormemente. Si uno se lo puede permitir, existe también la opción de pagar el National Health Insurance Premium, una versión más cara con mayor cobertura. Hadia dice que, en las áreas rurales, no tiene sentido pagar un seguro privado de salud porque, sencillamente, no hay clínicas privadas. Estas son exclusivas de las grandes ciudades, son mejores que las públicas y bastante caras.

            En su opinión, esta ni siquiera es una clínica como tal. Más bien, es un centro de atención primaria. En caso de tener que ingresarte, ellos no podrían hacerlo durante más de un día o dos, como mucho. Atienden afecciones leves, heridas o problemas de solución inmediata, como antídotos para la picadura de escorpiones. Cuando llega el turno de tarde, no quedan más que una recepcionista y una enfermera. La gente de aquí dice que, si tienes algún problema, lo mejor es acercarte a una de las casas del complejo, entregadas a los médicos durante el tiempo que dure su estancia, y llamar a la puerta. No obstante, a Hadia le parece que la clínica es lo suficientemente grande como para atender a todos y que incluso hay bastante personal dado el tamaño del edificio.

            Ella estima que alrededor del setenta por ciento de la población de Larabanga se encuentra en buen estado de salud. Del otro treinta por ciento, la principal afección es malaria. Después me da dos datos que me sorprenden. El primero, que una sola persona puede contraer malaria ocho o diez veces al año perfectamente, porque uno nunca se inmuniza. Hadia me cuenta que aquí no quieren adquirir la costumbre de dormir con mosquitera. En parte lo entiendo. Algunos duermen en la puerta de las casas, sobre el cemento suave y caliente de todo el día, con el fresco de la noche y la luz de las estrellas. El segundo dato es que, si entra cualquier persona en la clínica con malaria, preparan una inyección que pinchan inmediatamente y aniquila al parásito, reduciendo el fallo multiorgánico a un malestar de dos o tres días. ¿Qué es lo principal que necesitaría la gente de Larabanga para estar más sana? le pregunto. «Educación» responde categóricamente, «necesitan más educación. Muchas veces tienen medicinas a su disposición, pero no saben cómo usarlas». ¿E higiene? «Sí, educación también para tener mejores condiciones de higiene. Pero ese es un problema que afecta a todo Ghana». ¿Dirías que el sistema público de salud en Ghana está mejorando o empeorando? Se resiste a contestar, así que insisto. «Está empeorando», termina diciendo a regañadientes, pero no quiere culpar de ello al gobierno, pese a haber recortando el presupuesto en sanidad durante los últimos años. «Creo que lo que hacen falta son más políticas locales, mayor atención de las autoridades sobre los problemas de las comunidades a las que pertenecen». Después, me da otro dato sorprendente y mi reacción la divierte. Casi toda la población de Larabanga está vacunada contra la Covid-19. Están terminando de poner las segundas dosis de Astra-Zeneca. Se ofreció a la población de manera gratuita y la mayoría aceptó de buen grado, aunque muchos otros, como ella, no lo consideraron necesario.

            A propósito de la vacuna, un chico joven de Larabanga me dijo que no se la pondría porque le habían dicho que se convertiría en burro. El que estaba enfrente le golpeó en el hombro: «No seas tonto. Yo me la he puesto. ¿Me ves convertido en burro?». El primero contestó que sí y todos estallaron en risas.

            Si es cierto que derivan rápido a los pacientes, para saber más sobre cómo es la sanidad para los habitantes de Larabanga, lo más sensato es ir a Damongo. Un miércoles por la mañana cojo un taxi, después un tuk-tuk y me presento en el West Gonja Catholic Hospital. Hay varios edificios. Los dos del fondo son oficinas de administración, urgencias y la zona de ingresados. No hay quirófanos para practicar una cirugía. El edificio a donde me dirijo, nada más llegar a la derecha, es donde están las consultas y el laboratorio. Tiene una sola planta y está abierto al exterior por todo un lado. Hay una recepción donde se indica el motivo de la visita. Después, otra ventanilla donde se paga por adelantado el coste de la consulta y, finalmente, un cuarto para un triaje. Entonces toca esperar. Por las mañanas, está abarrotado. Todos los bancos están ocupados, hasta los vencidos y rotos. Los colores de las telas resaltan sobre el amarillo pálido de las paredes. Hay personas durmiendo en varios asientos, otras que están más cómodas en el suelo, ventiladores que no funcionan, una televisión con telenovelas que sólo encienden por las tardes… Y una sola consulta abierta para toda la gente. Como en cualquier sala de espera del mundo, el tiempo pasa muy despacio. Se escuchan los pájaros de los árboles de enfrente, cuyas hojas están quietas, cantar al aire inmóvil. Los letreros de las consultas están patrocinados por una bebida energética llamada Glucozade. Casi todo el personal es muy joven. Vuelven los familiares que acompañan a los enfermos con agua y comida de los puestos cercanos. El cacareo de un gallo es interrumpido por la sirena de una ambulancia que llega corriendo a la zona de urgencias. Los niños, todos muy pequeños, se aprietan contra el regazo de sus madres para dormir. Hay también muchas mujeres embarazadas. Uno de los asuntos que más preocupa en Ghana es el parto y el primer año del bebé. En 2017, la tasa de mortalidad materna era de 30 mujeres por cada 10.000. En 2019, la tasa de mortalidad infantil era de 34 niños por cada 1.000 nacidos.

            Cuando por fin te llaman desde la consulta, acudes dentro. Una enfermera o enfermero te toma los datos y te sientas junto al doctor a explicarte los síntomas. A veces entra otra persona en la consulta sin llamar porque tiene una duda rápida o porque quiere algo del médico. En otra ocasión, vi a un hombre perder la paciencia y entrar a llamar al médico porque a su madre le dolía mucho la cabeza y hacía rato que esperaba. Le dijeron que siguiera el orden de turnos y el hombre volvió a sentarse tranquilamente. No había habido suerte.

            Para las pruebas diagnósticas el proceso es muy parecido. Hay menos asientos, un ventilador que sí funciona, y una puerta que da al laboratorio y que exhala un aire gélido cada vez que alguien entra o sale.  Las pruebas también hay que pagarlas en la ventanilla antes de hacerlas. Después entregas la hoja que te ha escrito el doctor, con un tick en las pruebas que considere necesarias, te sacan sangre y vuelta a esperar. Los turnos se respetan, la conversación aparece y desaparece, hay alguna risa, algún suspiro, el ruido del exterior varía y el hospital va vaciándose a medida que llega la tarde. Tras varias horas, uno recoge por fin los resultados y vuelve a la consulta del doctor a por el diagnóstico.

            Al hospital acude todo tipo de gente. Mujeres embarazadas, hombres jóvenes, ancianos, gente con otros rasgos y un gonja rudimentario, campesinos pobres, gente con dinero… todos coinciden en dos cosas: la espera es demasiado larga y los precios muy altos. Cuando el ayudante del doctor te llama desde dentro, vuelves a entrar en consulta. Te da el diagnóstico y te receta unos medicamentos. También puede darse el caso de que decida ingresarte y dejarte en el hospital, pero debes dar tu consentimiento. Una vez sales, vuelves a pagar y, en la farmacia del hospital, una persona como Hadia te entrega los medicamentos, a un precio, esta vez sí, asequible.

            Emmanuel Angel, un amigo enfermero que está haciendo su año de servicio obligatorio, sentado junto a mí en uno de los bancos grises, me cuenta que uno de los problemas con la sanidad es que la gente no acude al médico a tiempo. «Por ejemplo, la malaria es nuestra principal enfermedad. Tenemos la cura, sí, pero la gente empieza a presentar síntomas y no viene al hospital. Se esperan a estar muy graves y para entonces es demasiado tarde. A veces no podemos hacer ya nada por ellos». La madre de Mahama Sogir, un chico de Larabanga, trabajaba de sol a sol como si los días tuviesen dos jornadas. Metía en cintura a sus hermanos y hermanas, y era muy exigente con su educación. Un día, se empezó a poner mala. Pero como no quería gastar dinero yendo a la clínica, porque estaba ahorrando para los estudios de sus hijos, lo dejó pasar. Al final, tuvieron que llevarla cuando la situación se volvió grave y la ingresaron. Murió a los pocos días.

            Como esta hay muchas otras historias en Larabanga. A veces cuentan los éxitos del sistema sanitario, de cómo la cercanía a la clínica jugó a su favor. Otras veces, la mayoría, dan cuenta de los déficits, de la carencia de material sanitario, del mal estado de los hospitales, de la falta de educación de la población, de la desigualdad en el acceso a la sanidad por motivos económicos y regionales. Que esta, y situaciones mucho peores, sean la realidad sanitaria de muchos países del mundo, y en concreto de África, en un planeta con recursos para cuidarnos a todos, es un fenómeno al que todavía no he encontrado explicación.

            Para terminar, me gustaría rescatar esta otra cita de Susan Sontag en el mismo libro, en el que reflexiona sobre las imágenes del dolor ajeno. «Siempre que sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia así como nuestra ineficacia. […] Apartar la simpatía a cambio de una reflexión sobre cómo nuestros privilegios están ubicados en el mismo mapa que su sufrimiento, y pueden estar vinculados —de maneras que acaso prefiramos no imaginar—, del mismo modo como la riqueza de algunos quizás implique la indigencia de otros, es una tarea para la cual las imágenes dolorosas y conmovedoras sólo ofrecen el primer estímulo».

Mario Marquina es coordinador de Comunicación de la ONGd ADEPU