Cristina Segovia / Mario Marquina | Larabanga (Ghana)

La mente de un niño es el receptor perfecto: con atención absoluta hacia el mundo, es un contenedor casi vacío que crece a medida que se llena. Necesitamos ser educados para vivir fuera de ese vacío. Necesitamos ser educados para vivir entre los demás. En el fondo, no hacen falta los colegios. Todos los espacios son, en realidad, espacios de aprendizaje. En el supermercado, en la calle, en casa, en la tele… en todas partes el niño, sin saberlo, absorbe e incorpora ideas, normas, comportamientos y sentimientos. No cuesta imaginar un mundo en el que la educación de los niños se llevase a cabo de manera compartida por todos los individuos. U otro mundo en el que se hiciese de manera más familiar, menos reglada. O viceversa, en instituciones rígidas de pura instrucción. En definitiva, un colegio es tan sólo el lugar que nuestra sociedad ha elegido para educar a los que vienen. Pero no es tan sencillo como construir cuatro paredes y reunir a unos cuantos niños. De lo que ocurra en las aulas depende la forma y el curso que adquiera una sociedad. A algunos les sorprende que sea motivo de trifulca política, pero es que es una cuestión en extremo política. De ahí que no todos los colegios sean iguales: porque no todos los grupos de personas quieren lo mismo. Aun así, el currículo de cada vez más países contempla, además del tradicional desarrollo cognitivo, el afectivo-social, el sensoriomotor y del lenguaje. También el currículo de Ghana, que continúa imitando el modelo británico, manifiesta esta tendencia hacia un modelo de educación más holística. El problema es que una buena educación, pese a la simplicidad que exige, es difícil de llevar a cabo en cualquier lugar del mundo. Y en las áreas rurales de este país, más complicado todavía. Aunque los datos de educación en Ghana mejoran año tras año, el objetivo principal de Wulugu Primary School, la escuela pública de Larabanga, se aleja mucho de los objetivos generales del currículo propuesto por el Ministerio de Educación. A primera vista puede parecer sencillo, pero es tremendamente ambicioso: lograr la alfabetización de todos los alumnos.

Cuáles son las causas que explican la dificultad añadida de Wulugu para alcanzar el nivel educativo que se espera en la nación es una cuestión extensa que se escapa a nuestro alcance y que no conforma el tema de este blog. Como hacemos cada semana, nosotros recurriremos a las imágenes; dejaremos que ellas narren, que cuenten su historia sin juzgar ni esperar respuesta.

A las afueras del pueblo, por la carretera que conduce a Wa entre los árboles, cuatro edificios de color amarillo forman un cuadrado abierto. A un lado, las clases de infantil y el despacho de dirección. En los otros tres, las seis aulas de primaria. Los primeros en llegar al colegio por las mañanas son los niños. Llegan como una manada lenta y dispersa. Juegan entre ellos y limpian las clases con escobillas de caña. Aunque se supone que las clases empiezan a las ocho, es a partir de las ocho y media, casi nueve, cuando empiezan a llegar los profesores. Después de recibir un par de voces, los niños hacen la formación: se juntan en filas, divididos por clases, y cantan el himno nacional. Aparecen los primeros gallos, los tímidos que apenas mueven la boca, los que alborotan al de delante, los que se ríen y los que juntan el entrecejo y elevan un ojo porque no se acuerdan de la letra. Al terminar, dan la bienvenida a los maestros y desfilan hacia sus clases durante un par de metros, hasta que la formación se rompe, echan todos a correr y se agolpan al llegar a la puerta. Las aulas de primaria permanecen siempre abiertas. Las ventanas son patrones de huecos ovalados en las paredes por los que, milagrosamente, a veces se cuela una brizna de aire, y traen la luz del sol y el ruido del patio al interior. El suelo está roto, el techo es de zinc, las vigas están corroídas. Huele a madera, a sudor, a polvo. Hay mesas y sillas partidas por la mitad, trozos desperdigados, pupitres vencidos. Inevitablemente, el mobiliario pasa a formar parte también del juego, de los obstáculos, de las peleas. Una imagen: en un banco pensado para dos, cuatro niñas intentan sentarse; cada vez que una empuja por un lado, la del otro extremo cae al suelo. La danza de empujones se repite hasta que las cuatro se apretujan y las espaldas logran juntarse en el espacio minúsculo. Otra imagen: en infantil, un niño decide ser dueño de una silla ocupada; hay sillas de sobra, pero esa es la suya. Ambos niños se pelean por la misma silla, que nada tiene de especial, y ninguno descansa hasta que les quitan la silla a los dos.

El horario de cada día es sorpresa. El profesor imparte las asignaturas según lo que ese día le apetezca. Entra, se ponen todos de pie, saludan y vuelven a sentarse. El profesor también se sienta y mira durante unos minutos una hoja de papel. Es el registro de asistencia, que debería revisar todas las mañanas pero que, en la práctica, rellena una o dos veces por semana, diciendo nombres sin levantar la vista. Existe de manera simbólica, porque se sabe que no todos los niños van al colegio todos los días. Van y vienen en el mismo día, o acuden y faltan durante semanas enteras. Muchos tienen que ir a trabajar al campo, o al mercado de Damongo, o quedarse en casa cuidando de su familia, o se entretienen por el camino y nadie se ocupa de que lleguen. Podríamos decir que el porcentaje de abandono escolar es altísimo, pero eso realmente no nos informa de nada. Usemos otra imagen: en la clase de sexto de primaria no podrían entrar todos los niños que caben en la de primero.

  A las nueve y pico, finalmente, empieza la lección. Sin mediar palabra, el profesor escribe en la pizarra y los niños tienen que copiar. O bien explica algún contenido de manera sencilla, muy simplificada, adecuado al escasísimo nivel de inglés de los alumnos, pues las clases no se imparten en su lengua natal sino en la lengua oficial de Ghana. Cuando se lo mandan, los niños repiten en voz alta. La mayor parte del tiempo no saben lo que están diciendo. En ocasiones, copian párrafos enteros de signos, unos detrás de otros, todos juntos, apelotonados, sin saber cuáles de esos signos son palabras ni cuál es su significado. Tras esta breve intervención, el profesor pone una tarea y se vuelve a sentar. A medida que van terminando, los niños corren a la mesa del profesor a por un check que indique que está corregido. Se desviven por recibir la aprobación: en la clase de una de nuestras estudiantes de prácticas, la misma alumna intenta colar su cuaderno otra vez en el montón mientras otra tapa el check anterior con la mano. Cualquier estrategia es válida para conseguir más marcas en el cuaderno. En la mayoría de ocasiones, sin embargo, los profesores marcan sin poner atención. No se molestan en hacer repetir una actividad ni en corregir los fallos. Así, con el tiempo, los errores se acumulan: letras del revés, números mal escritos…

Actualmente, en Wulugu School hay cuatro profesores para ocho clases. A veces, son ellos los que no acuden al centro durante semanas. Dicen estar muy descontentos con el salario que reciben, que es cuatro veces inferior al de otros funcionarios. Al ser una escuela rural y ellos itinerantes, tienen una casa gratuita al lado de la escuela, pero casi nunca se utiliza y eso que algunos vienen desde muy lejos por las mañanas. Algunos de ellos tienen estudios universitarios, otros muchos, no.

Si en mitad de la clase un niño habla, interrumpe o hace algo que moleste al profesor, recibe un varazo. El castigo físico es el método normal de impartir disciplina y mantener el orden; un poder que cada profesor ejerce contra los alumnos en la medida que quiere. Pero los castigos no duran todo el día, porque el profesorado raramente permanece en el colegio durante toda la jornada. Lo habitual es que acudan durante un par de horas y después se marchen o agoten el tiempo en el despacho. Desaparecida la autoridad de la vara, el mundo del niño es mucho menos normativo del que nosotros estamos acostumbrados. Se mueven, juegan, se pegan, interactúan entre sí libremente. En un aula sin profe, unos niños se pelean. En otra aula, unas niñas juegan a la comba. En la primera, vencedores y vencidos ahora descansan tranquilos. En la segunda, se ha colado dentro un partido de fútbol. Hay una constante mediación de edades, dentro y fuera de las aulas. Todos mezclados, pequeños y mayores conviven entre sí en los juegos, en la violencia, en los cuidados.

La mayoría de niños van a cole sin material escolar: un uniforme roto, un cuaderno viejo y lleno de polvo, y, con algo de suerte, un lápiz sin punta. Algunos afortunados también llevan mochila. Las chicas utilizan cuadernos con jugadores de fútbol en la portada y las mochilas de algunos chicos son de unicornios rosas. En el tiempo libre, salvo para jugar al fútbol, niños y niñas se mezclan e interactúan con normalidad, pero la opresión de género comienza en las clases. De nuevo una imagen: en una clase de cuatro mesas, las dos del fondo ocupadas por niñas, el profesor se dirige únicamente a los niños; les enseña algo en el libro de texto y lo dobla para que ellas no puedan aprender. La situación depende mucho del género del que enseña, pero dependiendo de la disciplina que haya implantado el profesor, niños y niñas no querrán juntarse para hacer las actividades, sienten rechazo entre sí, o se espera de ellas que recojan lo que sus compañeros varones ensucian.

Tres veces por semana, el gobierno tiene por costumbre dar un plato de arroz a cada niño. Son las niñas de sexto de primaria, habituadas en casa a esta y muchas otras tareas, las que ayudan a preparar la comida. Los niños acuden con un cazo que se convierte también en instrumento de juego y de pelea. Desde hace unas semanas, no obstante, no llega ningún plato de arroz al colegio. No hay agua, como tampoco hay baños. Durante el primer patio, unas mujeres se acercan a la sombra de uno de los muros, junto al árbol, y venden desayunos y almuerzos. Los niños corren con un cedi en la mano, que se roba, se intercambia, se comparte, y se amontonan alrededor mientras el polvo se levanta sobre el aire. Comienzan a salir de la marabunta, sonrientes, con bolsas de cacahuetes, bolsas con zumos caseros, bolsas con comida. Mordisquean un extremo y succionan lo que haya en el interior. Te miran y te ofrecen. Al terminar, tiran la bolsa al suelo.

Podríamos sacar conclusiones. Podríamos decir que no es la falta de material el factor limitante del aprendizaje de los alumnos de Wulugu, sino la carencia de compromiso y metodologías adecuadas de sus profesores. Podríamos explicar que los juegos y las peleas forman parte de la misma interacción en un contexto menos normativo. Que el idioma en el que se aprende es en realidad una segunda lengua. Podríamos emitir muchos juicios y muchas ideas que nada tienen que ver con este contexto, que no atienden a la realidad y que no servirían de nada. En lugar de eso, valoremos el esfuerzo importantísimo de nuestras estudiantes y de todos aquellos maestros comprometidos que se enfrentan diariamente a los desafíos de la enseñanza en Ghana. Y contemos más imágenes:

Niños muy pequeños en las espaldas de sus hermanas mayores, niñas también, que cargan con ellos para poder venir a clase.

Heridas profundas y abiertas que se secan al sol.

Niños que entran y salen del aula. Que entran y salen del colegio. Que van y vienen durante toda la mañana por la carretera.

Un patio constantemente bañado por el sol. Un aula donde siempre hace calor. Un lugar donde el polvo tiñe el aire de rojo y el sol parece siempre perpendicular.

Corros bajo la sombra de los árboles.

Goterones de sudor bajando por la piel tras el recreo.

Niños asomados a las ventanas de otras aulas donde sí hay profesor. Contestando a las preguntas, queriendo entrar, participar y aprender.

 

Cristina Segovia es maestraa y coordinadora de Voluntarios de la ONGd ADEPU

Mario Marquina es coordinador de Comunicación de la ONGd ADEPU