Mario Marquina | Larabanga (Ghana)

Hace un par de años, cuando estudiaba en la universidad, cogía un bus por la mañana. Al llegar a Madrid pillaba el metro y después un tren hasta Getafe. Como soy de a los que se les pegan las sábanas, nunca coincidía con otros estudiantes. A veces conseguía liar a alguno para ir a la cafetería, otras veces no había manera. Atendíamos a las clases y a las dos cada uno marchaba a su casa. Cascos, libro y viaje de vuelta. Llegaba tan cansado que prácticamente no hablaba durante la comida. Por la tarde estudiaba, iba a entrenar, a otras clases, leía, escribía, veía una serie… El viernes a las cinco cogía el tren para ir a trabajar. El domingo volvía a casa a las nueve. Durante las largas tardes de invierno, sentía que la vida era aquello: la costumbre de la soledad, lo que apresa y condena, lo que enmudece el espíritu. Un laberinto común, sin salida ni señas, en el que nadie habla. Un ejército de sísifos subiendo su piedra por la misma ladera en silencio.

En Larabanga esta sensación es impensable. Aquí todo se hace en comunidad. No es simplemente que la vida se haga en la calle y el trabajo en conjunto. Se trata de una forma constante de estar con los demás, una convivencia continuada en la que nada se entiende sin aquello que le rodea. Todos los espacios son espacios de comunicación, el aire está lleno de relaciones. No pretendo criticar lo que ya conocemos de la sociedad tardocapitalista ni glorificar ciegamente lo que sólo disfruto como huésped. Es cierto que la lavadora eliminó la necesidad de mi abuela de ir a la pila a lavar con otras mujeres, y allí comunicarse, y satisfacer con ello profundas necesidades humanas; pero no por eso deja de ser un invento maravilloso. Mi intención no es emitir juicio alguno, sino asentarnos sobre las imágenes y dejar que ellas hablen y expliquen el mundo.

Con una de estas imágenes me crucé una mañana temprano. Un amplio grupo de mujeres se reunía alrededor de una mesa con cuadernos, una caja de metal con tres candados y dinero pasando por las manos. Pelaban cacahuetes, lavaban a los niños, bromeaban entre sí —esto en abundancia— y, entre medías, movían billetes, los contaban y ponían sellos. Para entender lo que estaba ocurriendo tenemos primero que saber que existía una antigua tradición de círculos de solidaridad vecinal. ¿Cómo de antigua? «Los que ahora son mayores ya lo hacían», dicen, que es la mayor seña de antigüedad que pueden atestiguar los habitantes de este pueblo (léase al respecto Fedro en Larabanga). No podemos saber con seguridad hace cuánto existía esta práctica, lo que sí sabemos es que en el año 2010, una organización sin ánimo de lucro ghanesa, llamada Jack Sally, decidió favorecer la práctica en esta comunidad y en otras de la zona entregando cuadernos de contabilidad. Debido al éxito que tuvo, Care International y World Vision tomaron el relevo, creando cuadernos específicos para ello y repartiéndolos cada año.

Tuvo consecuencias imprevisibles. Del sencillo sistema de ahorro y repartición se pasó también al préstamo y los intereses. Funciona más o menos de la siguiente manera. Cada semana, en un día y una hora acordada por todas (pongamos, por ejemplo, los miércoles a las siete de la mañana) se reúnen alrededor de la casa de la cabeza del grupo. Entonces la secretaria, aquella que mejor maneja los números y los cálculos, comienza el proceso. Cada cuaderno tiene apuntadas las semanas y cinco casillas al lado, equivalentes a dos cedis cada casilla. Eso significa que se guardan diez cedis por persona cada semana y se reparten a final de año, entregando a cada una la parte que haya guardado. Es decir, si de 52 semanas que tiene el año, una de las mujeres ha ahorrado 50 semanas, se le devuelve solamente lo que ha ahorrado. Pero si una, una semana, no puede aportar sus diez cedis, se le aplica una penalización de dos cedis, aunque a la semana siguiente aporte veinte para cubrir la falta. Los dos cedis de penalización se pierden del cómputo anual propio y se suman a las penalizaciones de otras, que se reparten entre todas a final de año. Moraleja: haz malabares para ahorrar, evita la multa y recibirás más.

Además de esta cuenta de ahorro, existe un fondo aparte. El fondo tradicionalmente existía para cubrir necesidades repentinas. Una pedía prestado y lo devolvía. En la actualidad, es un poco más complicado. El fondo se divide en dos. Existe un fondo social, al que se aporta cada semana con un cedi y que beneficia la asistencia, porque se colabora y se reparte en función de ella. Y un fondo de intereses que se nutre de los préstamos y que se reparte equitativamente entre todas. Por cada cien cedis, el préstamo exige que devuelvas cinco cedis de intereses, que aumentan en cinco cedis cada semana.

Veámoslo mejor. Uno a uno, la secretaria va tomando los cuadernos de la caja y leyendo el nombre en voz alta. La mujer interpelada extiende los diez cedis de la semana y uno más por la asistencia, que va al fondo social. En ocasiones, una mujer extiende más de diez cedis: puede que esté pagando semanas atrasadas o poniendo la parte de una amiga que no ha podido acudir ese día. La secretaria sella las casillas y pasa a la siguiente. Después abre el libro de contabilidad y actualiza la cantidad reunida de los fondos y las deudas pendientes. Poco a poco, la mayoría de mujeres va desapareciendo: todas tienen demasiado que hacer. La reunión se da por terminada, no sin antes rotar las tres llaves que abren los candados.

Son siempre y exclusivamente mujeres las que participan en estos círculos de ahorro. Al fin y al cabo, son quienes traen el dinero a casa y, dueñas de nada, quienes administran la economía doméstica. Ninguna mujer está obligada a pertenecer a ninguno de estos grupos, que, en realidad, son más de afinidad que vecinales. En un mismo círculo puede haber mujeres de cualquier esquina de Larabanga, pero para ingresar debes ser aceptada por unanimidad. Cada grupo ronda las treinta, siendo el más numeroso de treinta y ocho. También en esto, como en todo, existen clases. Hay grupos en los que el ahorro semanal asciende a veinte cedis, el fondo social son dos cedis a la semana y todo se encuentra, en general, doblado.

Contaba al principio que hace un par de años sentí con intensidad esa sensación tan común en nuestros países, el frío y la soledad de los espacios vacíos. En esta breve imagen de los círculos, deja entreverse la calidez y la opresión de los espacios llenos. Los afectos y las relaciones, centro inequívoco de nuestra felicidad como seres sociales, también adquieren la forma de mandatos. Algo que a nosotros nos parece tan privado o tan personal como el ahorro, aquí es comunitario. Lo que significa que está expuesto a la mayor de las solidaridades tanto como al más juicioso de los escarnios. Nos necesitamos los unos a los otros, somos relacionales, somos criaturas éticas. Pero la existencia está llena de paradojas. Al final, es necesario aprender a ver lo que las cosas tienen de ambiguo, tanto allí como en Larabanga.

Mario Marquina es coordinador de Comunicación de la ONGd ADEPU