Mario Marquina | Larabanga (Ghana)

Aquí, a los que nunca ven el mar, se les reconoce porque siempre llevan

una espiga clavada en el pecho

María Sánchez, Cuaderno de campo

 

En este lugar es imposible generalizar. Los contrastes son tan grandes que cualquier juicio debe ir seguido de un comentario que lo niegue. Por ejemplo: la economía ghanesa está en crecimiento y desarrollo. Pero en Larabanga, el 60% de la población son agricultores que viven mes a mes. Eso significa que la mayoría de la gente se levanta muy temprano, camina o es llevada hacia las afueras, a los pedazos de terreno entre la maleza, trabaja bajo un sol inclemente, cobra poco, y su suerte está ligada a la tierra, a la lluvia y al precio del grano.

Aunque esta descripción se ajusta a la mitad de los trabajadores ghaneses, en áreas rurales la cifra es mucho más alta, como en los pueblos aledaños a Larabanga, menos conectados al turismo y al comercio. Sin embargo, este nivel de ocupación se refleja de manera contraria en las cuentas nacionales: el sector agrícola supone menos de un tercio del PIB. La deducción es sencilla: la productividad es baja, los salarios irrisorios y existe una desigualdad apabullante entre los agricultores y los empleados de otros sectores. Es cierto que nunca han sido tiempos fáciles para quienes labran el campo, pero parece que su situación se sigue complicando. Actualmente, se enfrentan a las exigencias de un oficio incapaz de modernizarse, al cambio climático, a la economía nacional y al desprestigio.

Para entender por qué la productividad del campo es baja, primero debemos entender cómo se cultiva. Salvando la distancias orográficas y climáticas, no resulta muy distinto de como cultivaban nuestros abuelos. De entre todos los cereales, legumbres, tubérculos —como la casava o el jam—, frutas y alguna que otra hortaliza que crecen en estos campos, el rey indiscutible de los cultivos es el maíz. Con él se hacen platos tan básicos en la dieta ghanesa como el quenque. Uno echa a andar desde Larabanga hacia los campos que la rodean —casi indistinguibles del campo salvaje— y entre plátanos y arroces, ve los maizales: no se imponen, en campos trillados y numerosos, sobre el paisaje que los rodea, si no que se reparten en pequeños cultivos individuales, sin separación física entre ellos, conviviendo con la maleza y los matojos. Ni siquiera la tierra tiene una propiedad legal: pasa de padres a hijos o de unas manos a otras con el reconocimiento tácito de las “fincas” vecinas. Un surco profundo o un árbol más alto bastan como señal limítrofe. No hay grandes rocas que retirar de los nuevos terrenos, pero resulta difícil arar porque el suelo es seco y está lleno de matas y hierbas altas como una persona. La tarea de siembra que podría completarse en menos de una hora con la maquinaria adecuada supone manualmente un trabajo hercúleo, de manera que, azada en mano, se planta la semilla donde el terreno mejor lo permite. Aunque se comienza pronto, la faena puede alargarse hasta las cinco de la tarde, una hora antes de que anochezca. Los jornaleros lidian con el calor y la sed, con los cortes de la maleza y los tallos del maiz, con las picaduras de escorpión y de otros bichos en las manos. No existe ningún sistema de irrigación que asegure la llegada de agua hasta los cultivos, por lo que son estricitamente dependientes de la lluvia y muy vulnerables a los cambios de tiempo. La cosecha se lleva acabo con el comienzo de la estación seca, entre finales de octubre y principios de noviembre. Primero, se separan las vainas del tallo y se amontonan en pequeños grupos sobre la tierra, donde algunos insectos empiezan a aprovecharse. Al día siguiente, se recogen todas las vainas del suelo, se descartan las que ya se han perdido y se amontonan todas en un montículo grande, desde donde irán pasando a una máquina que las separará del grano. Esta máquina, así como los triclomotores de transporte, a menudo ni siquiera son propiedad del labrador si no que se alquilan por días y se contrae una deuda que queda pendiente. Una vez acumulado el grano en grandes sacos, se lo transporta desde el labrantío de vuelta a Larabanga, para extenderlo sobre el asfalto y los tejados y dejarlo secar al sol durante más de ocho horas. Una vez seco, el grano de maíz está listo para ser vendido o almacenado.

Evidentemente, todo esto supondría menor esfuerzo y acarrearía mayores beneficios con usos e instrumentos menos rudimentarios. El rendimiento que se le podría sacar a la tierra crecería rápidamente con mejores técnicas y herramientas modernas, pero trabajan duramente con lo que tienen a disposición; su subsistencia depende ello. La pobreza, como ya sabemos, es una pescadilla que se muerde la cola: porque la productividad es baja, tras la cosecha no quedan grandes excendentes que reinvertir en más terreno o en maquinaria, lo que impide a su vez mejorar la productividad. Las únicas alteraciones que puede haber en la cantidad cosechada vienen de la mano de las condiones climáticas, y éstas tampoco están siendo muy favorables.

Este año, la estación húmeda se detuvo de pronto, mucho antes de lo esperado. Los agricultores miraron al cielo con el ceño fruncido. La constancia de la lluvia es la promesa que hace moverse los campos. Sin ella ¿qué sentido tiene levantarse temprano, doblar la espalda, retar al día? Los cultivos de mayor consumo hídrico, como el arroz, han tenido muchos problemas para salir adelante y hasta la producción de maíz se ha visto mermada. Los ingresos bajan y los precios suben. Y la consternación continúa. Ha vuelto a llover cuando era tarde, cuando ya no tocaba. Partes de la cosecha, como los montículos donde se agrupan las vainas a la espera de recogerse al día siguiente, se han podrido. Hasta el día quince, de momento, han seguido llegando tormentas. Según nos cuentan, antes nunca llovía en noviembre. La situación puede no parecer alarmante, quizá una variación puntual que no pone a nadie en peligro, pero «estabilidad de lluvias» y «supervivencia» son sinónimos para las familias de agricultores.

Para las economías del sur global que dependen de este tipo de agricultura, las consecuencias del cambio climático no se miden ya en estimaciones, sino en millones de desplazados anuales. De media, 25 millones de personas al año desde 2008 (IDMC) se han visto obligadas a abandonar sus hogares, forzadas por desastres meteorológicos y cambios en las condiciones climáticas que afectan a su modo de vida. Estos «migrantes climáticos» no reciben el estatus de refugiados aunque en The Global Compact on Refugees una aplastante mayoría de la Asamblea de las Naciones Unidas declarara que la degradación medioambiental y los desastres naturales intervienen gravemente en la migración. Las peores cifras manejadas por el IPCC hablan de 200 millones de desplazados climáticos en todo el mundo para el año 2030. Por mucho que la resistencia forme parte del cáracter adquirido de cualquier sociedad agraria a lo largo de la historia, añadir la lluvia y el cielo a la lista de rivales quizá sea demasiado, inlcuso para ellos. Parafraseando aquel viejo poema castellano, cuya autoría no recuerdo, parece que dios se lleve siempre la viga de los mismos techos. Y sin techo, la gente tiende a moverse.

Aunque ese no parezca ser el destino inmediato de los agricultores en Ghana, el miedo a la pobreza y al hambre achechan en cada esquina. Este año, el gobierno ha decidido volver a recortar las subvenciones al cultivo. Gracias a estas subvenciones, en años anteriores los agricultores podían asumir los costes, cubrir las deudas y esperar un cierto nivel de beneficios al final del proceso. Ahora, en cambio, su situación es más precaria. La mayoría no obtendrá los resultados que espera y son muchos los que, por falta de educación económica o por necesidad, se apresuran a vender su grano ahora, inmediatamente tras la cosecha, cuando los precios del grano en el mercado son más bajos. Desde la implementación del plan Ghana Vision 2012, las inversiones en agricultura durante la última década han disminuido drásticamente y los precios se han liberalizado. El plan pretende convertir al país en una nación industrializada para el año 2040, pero parece estar cargando todo el peso de la inversión industrial sobre los cansados hombros del campesinado.

Por si todas estas dificultades no fuesen suficientes, en un proceso similar al de cualquier nación en desarrollo, el oficio de agricultor pierde atractivo entre las nuevas generaciones. Los hijos no quieren repetir el trabajo de sus padres. Es comprensible: les han visto madrugar, sudar, dejarse las manos, la espalda y volver a casa con lo mínimo para seguir adelante. El turismo, el comercio, la universidad, la pillería… todas parecen ocupaciones más amables que, a priori, les llevarán más lejos. Por eso muchos jóvenes responden con cierta vergüenza cuando les preguntas por sus padres y te dicen que son agricultores. Este desprestigio del agricultor y del trabajo de campo no nos es extraño, lleva ocurriendo en España desde principios del siglo XX y tiene que ver con un nivel de desarrollo muy desigual entre las áreas urbanas y las áreas rurales, con la falta de oportunidades en un mundo de horizontes crecientes. Pero desligarse del campo no siempre es fácil. Muchos niños tienen que ayudar a sus padres por las mañanas o por las tardes, priorizando el trabajo al colegio. Dependiendo de la zona, del nivel educativo y de la renta familiar, puede ser muy complicado encontrar alternativas laborales. Las promesas del mundo digital difícilmente se cumplen al otro lado de la pantalla: si tus padres son agricultores significa que vas a tener muchas menos oportunidades de acabar siendo otra cosa.

Pese a todo, la actitud no es de derrota. A quienes trabajamos cómodamente desde una mesa y un ordenador, nos cuesta entenderlo. Pero hay una ética en la tierra. Hay un cáracter que salta y se apodera de los brazos, del rostro, de los pensamientos del que, humildemente, remueve la tierra y mira al cielo. Una cierta confianza oculta bajo el cansancio y la piel curtida por el sol. De vez en cuando aparece un tractor, un buen año de lluvias, una mano amiga, un hijo que viene del colegio ilusionado por lo que ha aprendido. No importa el origen, lo mismo da un campo castellano que los alrededores de Larabanga, nadie sabe como un agricultor que «El más seco terreno es el de la renuncia» (Claudio Rodríguez, Máscaras).

Mario Marquina es coordinador de Comunicación de la ONGd ADEPU