Mario Marquina | Larabanga (Ghana)

Antenas parabólicas y caminos de tierra. Teléfonos móviles y cocinas con hoguera. Viajes en avión y solidaridad vecinal. Ventiladores y malnutrición. Fútbol internacional en directo y casas sin luz. Coca-Cola y mujeres cargando barreños con agua desde el río. Gobierno estatal y jefes de clanes. Google y analfabetismo. La competitividad y la crianza compartida. Universidades y violencia contra los niños. Olvido y memoria. Hospitales y chanclas rotas. No es fácil orientarse en este continente; lleva tiempo y requiere atención saber qué dirección siguen las cosas.

Enfrente de nuestra puerta, un vecino le enseña a Saweila —nuestra amiga y cocinera— vídeos de recetas en Tik-Tok, que difícilmente puede reproducir con los instrumentos que tiene en casa. Para mis adentros, pienso que menos mal. Egoístamente creo que la comida que ella nos cocina está mucho más buena. Tiene el carácter de la gente, los sabores de la tierra y la brillante simplicidad que solo adquiere aquello que se repite durante muchas generaciones. Como dice Juan Luis Mora en Los descendientes, «Amar el pan implica amar también el trigo y la lluvia en la tierra y las manos anónimas». Pero ¿hay manera de amar esas pizzas universales, hechas sin raíz ni fundamento, que se sirven en todas las partes del mundo?

Estaríamos ciegos si pensásemos que la modernidad es mejor que la tradición. O que la humanidad «avanza» como movida por algún resorte que asegura siempre que futuros tiempos serán mejores. Tal empuje invisible no existe, la dirección siempre ascendente de la Historia es una ficción que creamos los europeos hace unos pocos siglos para mantener las fábricas en marcha. Modernidad y tradición son, simplemente, pulsiones típicas de cualquier momento histórico. Un punto de partida y un destino: nunca se atraca en ellas, pero se necesitan ambas para generar movimiento, para producir el viaje y poder habitarlo, con sus altibajos y sus contradicciones. No es tan sencillo como elegir entre una y otra: hay un choque, un des-encuentro. La modernidad puede facilitar la vida de la gente e incluso alargarla mediante mejoras en la sanidad y en las infraestructuras. Pero también puede significar que sea más sencillo hacer apuestas deportivas online que conseguir material escolar, o que los niños aprendan inglés antes que su propia lengua. La tradición puede salvaguardar la identidad de una cultura, hacer perdurar la riqueza de un pueblo: lo que lleva vistiendo, comiendo, hablando o rezando de una manera propia y singular, su particular estar y ver en el mundo. Pero la tradición también es una excusa habitual para perpetuar opresiones, como la ejercida contra la mujer, o para justificar que algo que podría mejorar, nunca lo haga. Aquí, en Larabanga, pueden verse jóvenes modernos y cosmopolitas vestidos con ropa tradicional para ir a rezar los viernes. O pueden verse mujeres recién licenciadas en Medicina conduciendo su propia moto y mujeres a las que se les negó cualquier alfabetización para desterrarlas a la prisión del hogar.

Lo que de este tema tiene de especial Ghana, y supongo que África entera, es que la dialéctica entre modernidad y tradición es más fuerte que en el resto del mundo. Lo que sorprende al ojo extranjero es que estén tan cerca una de otra, que se superpongan, convivan, peleen y ocupen el espacio público y privado como algo evidente, motivo de pensamiento y discusión entre los habitantes. Actúan como una lente que amplía las desigualdades, los déficits y ventajas de la estructura social, las paradojas de la cultura. Por supuesto, hay poderes que apoyan activamente la modernidad; estos suelen ser los que podrían enriquecerse con ella. Otros sujetan firmemente los pilares de la tradición; son quienes, gracias a ella, ostentan una posición de poder. Entremedias, la población también busca liberarse de las ataduras de la tradición o huir de los monstruos globalizantes de la modernidad. La gente promueve, elige, actúa y participa, casi siempre sin saberlo, en darle forma al momento histórico al que pertenecen. La deriva de los tiempos hace que la discusión nunca se termine: a un movimiento le sucede una reacción, a una fuerza le responde otra fuerza.

El juicio europeo no entiende de ambigüedades. Los mitos de nuestra cultura nos empujan a creer que lo nuevo es siempre sinónimo de progreso; más es más independientemente de que sea bueno. A los países del sur global se les insta a convertirse en nosotros, a imitar nuestro modelo de progreso. Y, con el aliciente económico por delante, es un mensaje que cala en las instituciones africanas. Afortunadamente, no todo el mundo está de acuerdo. La sensación general es la de querer progresar, pero no de cualquier manera. Hace tres años, cuando nuestra coordinadora Cristina Segovia mantenía una conversación sobre este tema con nuestro casero, Abusco, reflexionó: «Depende de lo que entendamos por progreso. ¿En España los niños pueden jugar o caminar libres por la calle?». Ella respondió que no. «Pues si eso es el progreso, entonces no lo quiero.».

Al venir aquí es fácil caer en el mismo agujero de engaño en el que Occidente está hundido hasta las rodillas. Creemos que la respuesta a los problemas es el avance desbocado, el crecimiento irreflexivo, mirar siempre hacia delante y apretar el paso si es necesario para evitar parar. En esta carrera sin timón, creemos que todo lo nuevo tiene por destino reemplazar a lo viejo, y hacerlo cuanto antes. En palabras de Víctor Lapuente Giné, nuestra sociedad sufre de un claro sesgo futurista. Por eso me parece tan pertinente la reflexión de Irene Vallejo en El infinito en un junco: «Cuando comparamos algo viejo o algo nuevo —como un libro y una tableta, o una monja sentada junto a un adolescente que chatea en el metro—, creemos que lo nuevo tiene más futuro. En realidad, sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas. En el futuro habrá sillas y mesas, pero quizá no pantallas de plasma o teléfonos móviles. Seguiremos celebrando con fiestas el solsticio de invierno cuando ya hayamos dejado de tostarnos con rayos UVA. Un invento tan antediluviano como el dinero tiene muchas posibilidades de sobrevivir al cine 3D, a los drones y a los coches eléctricos. Muchas tendencias que nos parecen incuestionables —desde el consumismo desenfrenado a las redes sociales— remitirán. Y viejas tradiciones que nos han acompañado desde tiempo inmemorial —de la música a la búsqueda de espiritualidad— no se irán nunca.» (pág. 316)

Un punto de partida y un destino: coordenadas sin las que no podemos viajar. Lo más sabio no es elegir dirección, si no saber cuándo mirar hacia delante y cuando hacia detrás. El camino, en cierto sentido, se hace solo. O, en este caso, lo hacen entre todos los africanos día a día, con las decisiones que ponen por delante de sus pies.

Mario Marquina es coordinador de Comunicación de la ONGd ADEPU