Jaime Falcón López | Larabanga (Ghana)

Volvíamos de Wechiau, la capital del distrito Wa West, tras haber pasado un fin de semana increíble viendo hipopótamos. El viaje fue tedioso: tres trotos (minibuses sobrecargados de personas) durante cinco largas horas. Con nosotros iba una pareja de turistas alemanes que habíamos conocido en el santuario de los hipopótamos. Eran encantadores y muy animados, querían recorrer África con su mochila a cuestas. Y hasta ese día, Ghana, era su octavo país.

Mientras hablaba con Adalia, la chica alemana que acompañaba a Johann, vi a través del hueco de la ventanilla a cinco hombres corpulentos armados con Ak47 que comenzaban a situarse en mitad de la carretera con la intención de bloquearnos el paso. Era un control policial. Una vez que nuestro vehículo se detuvo, uno de los agentes comenzó a hablar con el conductor mientras que dos de sus compañeros comenzaban a rodearnos. Cuando vieron que ocho de los viajeros eran «brenis» (término que usan para referirse a los blancos), una sonrisa se esbozó en sus rostros. Puesto que de mis compañeros y yo estábamos sentados en la puerta de acceso al vehículo, fuimos los primeros en ser elegidos para un registro «aleatorio». Tuvimos que bajarnos con nuestras pertenencias para después abrirlas siguiendo los requerimientos de los policías. Para entonces, ya me había percatado que detrás de ellos había un agente que parecía ser el jefe que lanzaba órdenes al aire a sus subordinados.

El registro fue minucioso: bolsillos, mochilas, cacheos… Nuestras pertenencias se esparcieron por el asfalto de la carretera que atraviesa el país. Entretanto, hicieron que el resto del grupo y la pareja de alemanes se bajase para comenzar a inspeccionarles. Estábamos tranquilos al margen de la lógica incomodidad que suponía esta interrupción en el transcurso de nuestro viaje. Pero sin darnos cuenta, se produjo el caos. En los bolsillos de las riñoneras de Johann y Adalia los policías encontraron restos de lo que parecía marihuana, algo que nos extrañó a todos ya que en toda nuestra estancia con ellos no los vimos fumar nada más que algún cigarrillo de tabaco. Al parecer no hacía ni un mes que decidieron comprar un poco de la planta de cannabis para pasar una noche diferente con unos burkineses de los que hablan maravillas.

Esa pequeña cantidad que ocupaba la mitad de la uña del dedo meñique de Adalia fue suficiente para que el jefe de policía, a golpes en la espalda y a «collejas», se llevase a Johann al puesto que tenían montado a un lado de la carretera, a modo de cuartelillo, y lo sentasen en el suelo. Adalia tuvo más suerte, simplemente la invitaron a que acompañase a su pareja, pero sin golpes. Tras un rato observando lo que sucedía e intentando, sin éxito, dialogar con los agentes, nos obligaron a subirnos de nuevo al troto y continuar nuestro camino. El grupo estaba preocupado y nervioso. Mientras, Johann y Adalia seguían en el arcén de la carretera tratando de explicar a los policías algo que por la distancia que nos separaba, fui incapaz de escuchar. Los agentes comenzaron a ponerse nerviosos porque todavía no nos subíamos al trotro, Johann se giró, nos miró, y nos hizo un gesto tratando de decirnos que mantuviésemos la calma, que todo estaba bien, que podíamos marcharnos tranquilos. De mala gana, le hicimos caso y proseguimos nuestro viaje.

Tras reunir un total de 500 cedis (unos 89 euros al cambio) y estar gestionando un vehículo para desplazarnos de nuevo al control, recibí un mensaje de Johann. Todo estaba bien, habían pagado 300 cedis (54 euros) y les habían dejado marchar. Me decía que estaba de camino y que en breve nos encontraríamos. Y así fue. Nos contaron que no era la primera vez que les sucedía algo parecido, y que no era la vez que más habían tenido que pagar y más les habían pegado. Sin embargo, la rabia que sentían no era por ellos, sino por la gente del propio país: los ghaneses.

Como somos «brenis», no se extralimitan por las posibles consecuencias mediáticas y diplomáticas, nos decía Adalia. Pero la policía no actúa igual cuando tiene a un africano delante. Palizas, ingresos en el calabozo sin motivos reales, confiscación de bienes… Algunos agentes se sientan en los controles policiales para determinar quien tiene dinero y quien no. Quizás obligados, quizás por interés económico…

La corrupción policial en África es un hecho. Según el Informe “People and corruption: Africa survey” (2015, p. 8), publicado por Transparencia Internacional, como se puede ver en el gráfico, la policía es vista como el grupo más corrupto en Ghana. La policía es seguida por ejecutivos de negocios, que son vistos como el segundo grupo más corrupto, mientras que los funcionarios gubernamentales y de impuestos se encuentran en el tercer y cuarto grupo más corrupto.

Sin embargo, no se puede generalizar, hay países como Nigeria o Sudáfrica que han puesto en el centro de su agenda la lucha contra la corrupción. Ruanda, Cabo Verde o Botsuana son ejemplos de buenas prácticas según Transparencia Internacional (2017).

Al margen de funcionarios corruptos, libertades coartadas y derechos humanos minados por los dirigentes gubernamentales y sus políticas, África avanza. Hay otra cara de la moneda.

 

Jaime Falcón López es estudiante de 4º curso del grado de Publicidad y Relaciones Públicas de la Facultad de Ciencias Sociales, Jurídicas y de la Comunicación de la Universidad de Valladolid (España).